“¡Soy
perfecto!” Pensaba Carlos Wieder mirándose al espejo. Llevaba más de media hora
admirando su aria belleza mientras elegía alguna vestimenta elegante, como de
costumbre. No podían faltar las de gotas colonia que lo hacían oler a pino y
menta con amaderadas notas de altivez. Wagner sonaba fuerte. Carlos acompañaba el ritmo musical con su
indicador, como si comandara una orquesta.
Se
preparaba para ir al taller de poesía, donde poco le importaba la poesía, sino
la cantidad de zurdos que podía encontrar allí. Un criadero de lacras, decía él.
Se juntaban a conspirar contra la patria, el orden y la moral cristiana. Para
colmo el dueño del taller, Juan Stein, como el mismo apellido demuestra, era un
judío sucio.
Entre
los libros que no leyó y algunos objetos personales, guardó su Luger. Según me
contó, la pistola había pasado por las manos del tío Adi y este se la regaló al
padre de Carlos cuando estaba por terminar la segunda guerra y muchos kameraden se veían obligados a huir en
dirección a Sudamérica. Su padre tenía un alto cargo en la Gestapo.
Me
regaló una mirada celeste profundamente vacía y comunicó que hoy quería la cena
servida más tarde, a las nueve, porque tenia cosas que hacer después del
taller. Me besó en la frente y miró hacia mi panza, donde crecía Helmut. Casi
me olvido de contarles, yo era su mujer. Era, porque me escapé de casa hace un
par de años, cuando supe lo que paso ese día.
Carlos Wieder se presentaba como Alberto
Ruiz-Tagle, era el personaje que usaba para infiltrarse entre el zurdaje. Observaba
callado, enyesado en una falsa postura receptiva. Escuchaba cada conversación. Memorizaba los
detalles, mientras fingía leer el estúpido amontonamiento de palabras sobre
amor, libertad y metáforas políticas indescifrables. Cambiaria todo eso por un
inteligente capitulo de Mein Kampf, pero el trabajo de Carlos era arduo, de
manera que demostraba interés para no levantar sospechas. Cuando tenía la tarea
de escribir alguna poesía para la siguiente clase, me daba hojas y lápiz. Las escribía
yo.
Luego
de muchos meses infiltrado y con la aproximación ya sabida del golpe militar,
mi marido tenía informaciones suficientes para actuar. Yo sabia por cual razón
la cena tendría que retrasarse.
Para
la felicidad de Carlos, ese día la clase estaba especialmente llena. Se le
hubiera notado un esbozo de sonrisa, si no fuera tan germánicamente inexpresivo.
Al sentarse en el lugar de siempre, sacó
los libros y “su” poema recién escrito. Observaba atentamente cada participante
que leía. A Bibiano, a su amigo que siempre miraba atravesado. Le enviaba el
porte, supuso. Sobretodo miraba a las gemelas Garmendia, las negritas, como
solía llamarlas. Le costaba mucho admitir pero esos seres de raza inferior le
provocaban los más íntimos deseos. En realidad nunca lo admitió pero, por casualidad,
en una noche mientras lo hacíamos me dijo Verónica.
Cuatro
y cuarto de la tarde, a esa altura la camioneta de la policía ya debería estar
estacionada frente al taller. Llegaba el momento de interrumpir la clase.
Al
pararse con mucha tranquilidad (todos pensaban que él también pretendía
recitar), se quito el largo abrigo negro para dejar ver las insignias nazistas que colgaban de su
traje. Los ojos chispeantes, las mejillas
algo encendidas. Besó su Cruz de Hierro dorada. El terror fue total cuando sacó
la buena y vieja Luger. Con los ojos como platos, Stein indagó:
- - ¿Qué haces, hombre?
Un
ruido sordo y Stein yacía en piso, desangrándose por el pecho.
- - Cucarachas sionistas... – dijo Wieder,
luego de una carcajada - Hay que matarlas rápido, antes que se reproduzcan. ¿Alguien más quiere
decir algo?
Al
oír el tiro, que también era una señal, los policías entraron. Le dieron una
palmadita en el hombro a Herr Wieder.
-
- - ¿Empezó la fiesta sin nosotros?
– Pregunto uno que se parecía a una morsa, mirando al cadáver tibio de Stein.
Carlos
ordenó a Angélica que se le sentara en el regazo. Hamacándola como a un bebé,
le acomodó el pelo con mucha delicadeza, después le dijo en el oído que iban a
jugar a un juego.
-
Ruleta Rusa. Particularmente no
me gusta nada que venga de Rusia, ¡pero esto si que es divertido!
Giró el tambor. ¡Click! Los que aún no padecían en las manos de los torturadores, suspiraron
aliviados. No sería el día de suerte de
Angélica, porque en el segundo giro se escucho otro ruido sordo.
- - ¡Pero que mujer aburrida! Ya se
cansó de jugar.
Verónica
temblaba a y lloraba desesperadamente. Sentía el dolor del tiro que recibió su
hermana. Frente a sus ojos había perdido
su mejor amiga, su espejo, la extensión de su ser. Le rodaba por la pantalla de
la cabeza una película en blanco y negro con momentos que vivieron juntas. Una sucesión
de imágenes pasando como un tren que agarra velocidad.
Muñecas.
Trenzas
iguales.
Cumpleaños dobles.
Recreo.
Globos de chicle.
Helado
de chocolate derretido.
La
adolescencia rápida.
Confesiones.
El
bar a la vuelta de la facultad.
Peleas.
Reconciliaciones.
Cigarrillos
mentolados.
Miradas
cómplices.
Vino
barato en la vereda.
Sueños compartidos.
Entonces Carlos se ocupó de sacarla del transe
con un sonoro cachetazo. La agarró ferozmente por la cintura y le rompió la
ropa. Verónica era su preferida y finalmente iba a ser suya. Delante de todos, bajo el aplauso de los hombres con
quepis.
Muy
poco tiempo después, terminado el hecho, mi precoz marido se seca la frente y
se limpia con alcohol, poniendo cara de asco. La arroja aun desnuda a los policías.
- - Ahora pueden servirse.
Se
le abalanzaron como bestias. De seguir contando detalles me vendrían arcadas.
Pero lo inevitable pasó y Verónica se dejó morir. Lucho por defenderse, hizo tanta
fuerza que reventó de odio y se apagó.
- - ¡Perdimos otro juguete! – gritó
la morsa.
El
sádico Herr Wieder, que ya había matado y visto morir a mucha gente, sintió un
retorcijo en el estómago. No sabía por qué, pero la muerte de Verónica lo tocó
de alguna manera. Se cuestionó durante diez segundos. Sin lograr distinguir la sensación que lo
envolvía, volvió a su propósito. De ahí en más hubo todo tipo de violencia,
tortura y humillación que se pueda imaginar. De las inimaginables también. A los sobrevivientes los metieron en la
camioneta. Se fueron de viaje y no creo que regresen.
El cuento es terrible y, sin embargo, se acerca muchísimo a lo imaginado por Bolaño. Todas las pistas inquietantes conducen a la abyección de Alberto, conectada con la impunidad de la dictadura chilena.
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