jueves, 17 de noviembre de 2011

Me llamo Lestanifa.

Me llamo Lestanifa y lo maté. Lo maté en este cementerio inmundo. Lo maté porque lo he odiado con todas mis fuerzas, pero que nadie piense que esto ha sido el ajuste de algún asunto pendiente, ¡no!, lo maté porque era viejo, baboso, sucio, nunca lo había visto antes y con la primera mirada que le di a su existencia me llené de asco y me encolericé, al verlo allí, con sus músculos de peleador y llorando como un niño débil a la vera de la tumba de quién sé yo, ¡no me importa por quien lloraba!, sino que lloraba, como un niño débil, creo que ya lo he dicho. Lo maté porque él empezó a matarme con su presencia, a mí, que suelo irme al bosque con mi perro y que justo esta noche cambié mi destino... solamente andaba en busca de un poco de paz y silencio, silencio reventado nada más que por las olas del mar, tan cercano, y por el viento a quien le entran unas ganas de tararear en una u otra ocasión, ¡pero que ha sido aniquilado por aquél llorar indigno, enojoso! Lo maté. En latín le llamé a mi perro, para que el viejo no comprendiera, y le pregunté qué debería hacer para atacarlo, cómo matarlo, silenciarlo, protegerme de su vulgaridad, a lo que me dijo que usara mis dientes, mis uñas y mi furia, de hecho, de esta manera lo hice: yo, joven, salté sobre aquél gigante repugnante, le destrocé la única pierna que tenía, de todos modos, ¿qué diferencia había hecho en su vida?, uno podría fácilmente adivinar en su cara decrépita que la falta de su otra pierna era su muletilla para no caminar, para arrastrarse hasta este cementerio infecto y lamentarse acerca de su condición miserable (viudo, todos los hijos casados y lejos, blablablá) con… ¡ya les he dicho que no sé con quién hablaba! Le destrocé la pierna, me comí su hígado (mi pelo sigue verde, creo que teñido por este color pestilente de su bilis) y a su corazón no lo pude encontrar, tal vez fuera aquella masa grasienta y maloliente que se abandonaba más arriba del hígado, igual qué me importa, ya está muerto y ni siquiera ha chillado, ¡el muy bruto! Bueno… creo que si han llegado hasta aquí ya podrán entenderme: lo maté porque estaba muerto, porque la visión de la inutilidad me es insoportable y yo no logré ver en él más que inutilidad, torpeza, mediocridad. Lo que yo maté, de hecho, fue su inutilidad, puesto que en este momento ya se alimentan los urubúes y algunos perros. ¿Se dan cuenta? Ya les había dicho que no era un ajuste, ¡ni siquiera fue algo personal, esto que ha pasado! ¿Quién podrá culparme? Lo maté porque su situación me rellenó del más puro odio, creo, incluso, que me daría las gracias si lo pudiera, ya que le di este odio, es decir, le doné algo distinto a la indiferencia, este regalo que seguramente tantas veces se lo dieron, pues los tenía a todos amontonados en sus ojos azules. Es más, la verdad es que yo lo liberté, de todos esos amontonados, de esta muerte que él pensaría fuera la vida, pues engañosamente hacen con que la llamen vida, a esta basura, hicieron con que el viejo se enviudara con esa muerte vieja muerta babosa sin luz, tal vez por eso lloraba… quizás yo también lloraría… sin embargo, ¡adelante!, sin culpas, además que ahora ya lo comprendo: yo maté la muerte. Creo que no haya más tiempo para mí, me encontraron nuevamente… ya llega la gente en una ambulancia, médicos, como de la otra vez me traen una camisa que esta sí, trae a la muerte… traiciona a la vida… me prenden y yo me enciendo nuevamente, ya les he dicho miles de veces: ¡Me llamo Lestanifa y no lo maté!

1 comentario:

  1. ¡Vaya cuento metido en los rincones de la loca! Dos rasgos me encantaron: 1) la sucesión de pensamientos, que hace que el lector primero repudie a un personaje que se ajume como abyecto y luego lo vaya poco a poco aceptando, dentro de su lógica, tan bien construida; y 2) el final ambiguo que deja la muerte en suspenso.

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