jueves, 22 de septiembre de 2011

El diario de Catalina.

Entre 1831 y 1835 la endemia de malaria y fiebre amarilla resultaron en gran pérdidas de vida. Hubo una crisis. Las actividades productivas en la Vila de San José fueron seriamente afectadas. Pero, en el año de 1874 en presencia del Imperador D. Pedro II además de las autoridades civiles y eclesiásticas fuera inaugurada la sección con tres estaciones ferrocarriles. Al todo seis locomotoras, siete coches de pasajeros y ocho vagones de carga. Gracias también por la iniciativa de agricultores y comerciantes que antes utilizaban la manera tradicional para transportar el café hasta los puertos del litoral.

Sentándome en el banco del estrecho vagón desfruté la vista. Conmigo el libro Helena. En el camino, observando los cultivos de maíz, yuca y caña de azúcar, concluí que el suelo era fértil. Pero en realidad me sentí aburrida. Viajaba porque me solicitaron para hacer compañía a una viuda. Poco sabía de ella. Me parece que cuando joven fuera maestra en la escuela primaria. Me la imaginé que con 73 años casi ya seria imposible caminar. Su nombre Catalina incluso me hacía recordar una leyenda a cerca del río Meyebeque. Ubicado en una de esas patrias longincuas.

Me quedaría en la casa principal junto a la señora. Cuando llegué, tuvo miedo desde la primera vez en que la vi. Su piel blanca tenía una coloración casi transparente y los ojos negros me daban la impresión que se habían olvidado de envejecer. As veces pensaba que escondían un secreto. Sus ropas escuras exhibían el trabajo aliñado de las mucamas. Cenamos a las siete. La mesa ofrecía todos los tipos de carnes. Tenía pescado, gallina, cerdo, pato y muchos otros que no me atreví experimentar. Mi cuarto era el más bizarro de la casa. En la pared una pintura. Se veía un árbol, un caballo de juguete y el cielo tenía un color amarillo. El tablado elevaba nubes de polvo a cada pisada. La noche seguía tranquila y el barullo del río se oía perfectamente. El aire tenía un olor mesclado con lavanda, queimada para alejar a los insectos.

Temprano cuando me desperté vi una rana gigantesca al lado de mi cama. Tuvo la sensación de que la vieja me observaba por la ventana. Los hábitos de Catalina me sorprendían a cada día. Siempre escribía en un libro, tan viejo cuanto ella. Imaginé que seria su diario. También había en la sala mayor una victrola que después de limpia recuperó su color de oro. Escuchaba la misma canción todas los días. Fumaba un cachimbo y después salía. Volvía casi dos horas después. Cuando llegaba sus ropas estaban empapadas. Si alguna visita llegaba para el almuerzo metía la escoba por de tras de la puerta. Entonces noté que no les gustaban sus vecinos.

En la cocina cierta mañana me miró con los ojos vivos. Tenía los pies descalzos. Preparó un desayuno con los frutos colectados del jardín. Tomó mi mano y las miró. Cuando quiso le preguntar que había de tan interesante me dijo: ¡Cuídate! Al final de la tarde empezó a caer una lluvia torrencial. Asi mismo, salió después de fumar su cachimbo. Jamás volvió. Las hojas amarillas de su diario comprueban que el río la fascinaba. En relación a mi llegada, estaba escrito; “Ella tampoco sabe nadar. Creo que el río le matará”. Pensé en volver.

Las estaciones ferrocarriles enfrentaron grandes dificultades con el declino de la producción de café. Agravadas con las restricciones impuestas por la II Guerra Mundial. Actualmente las antiguas líneas de la estrada de hierro Leopoldina, pertenecen a una empresa privatizada. Pero solamente una pequeña parte de las líneas originales aún operan.

1 comentario:

  1. El cuento está muy bien construido. Primero creaste un marco histórico, que permite situar la acción y que a la vez ‘despista’ al lector. Al final del cuento lo recuperas para cerrarlo, imponiendo la distancia con el pasado a partir de la transformación del ferrocarril. El segundo rasgo interesante es que se siembran en la trama muchos elementos de intriga, que hacen de Catalina y ser sumamente misterioso, pero que no se resuelven completamente.

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