Estimado lector:
Ruego que no te ofendas con lo que encontrarás
mas adelante. Si buscas el perfume y la suavidad de un campo de lavandas, te
sugiero que pases a otro cuento. Pero si tu corazón gangrenado como el mio
también pulsa sangre venenosa, quizás nos entendamos.
Soy un hijo de Dios, como vos. No sólo
hijo, sino que también soy instrumento del Todopoderoso. Mi nombre no importa,
porque todos suelen llamarme Padre. Mi misión terrenal es regar las semillas de
la discordia, del exceso, de la venganza, del odio, de la carne y la lujuria,
todas plantadas con mucho cuidado y esmero por la mano divina. Si es que somos
imagen y semejanza del Barbudo, entonces mira hacia tu alrededor. ¿Ves bondad? ¿Misericordia?
¿Justicia? ¿Acaso no gozas con la tragedia ajena? Estoy seguro de que en un accidente
automovilístico lo primero que haces es sacar la cabeza por la ventanilla con
la esperanza de encontrar alguna expresión del sufrimiento ajeno. "¡Que
terrible! ¡Que Dios lo tenga!", decís, pero algo te impide de apartar los
ojos de las vísceras de tu semejante, mientras una mujer llora sobre el
agonizante fruto de su vientre. Porque sos como Él.
Todos me ven como el bondadoso cura del convento
de Saint Isidore. No te creas que queda en Paris, te hablo desde el centro de
Buenos Aires. Acá, la gente de plata
deja a sus hijas olvidadas para que no les den trabajo. A muchas nos las enviaron
como un castigo por su mal comportamiento. Particularmente me apetecía mucho
administrar la cuestión de los castigos. Hoy en dia llevo muchos años sin molestar ninguna
aspirante a monja, es que ya no tengo el vigor de otros tiempo y nunca pude
olvidar el recuerdo de esa noche.
Solo quien comparte mi profesión sabrá cuan
grande es el deleite de escuchar la confesión de una virgen inocente. Y las
ganas de aprovecharse de tal inocencia. No me juzgues, en algún momento de tu
vida también bailaste sobre la ingenuidad de otro. Las chiquilinas siempre muy
obedientes solían hacer todo lo que yo les ordenaba a fin de conseguir el
perdón del Señor. Y la cosa es que mis órdenes no consistían precisamente en
rezar. Bueno, obviamente que lo que te estoy contando no lo sabe casi nadie y
te advierto que no lo comentes, porque te tomarían por loco.
Pero con Giovana fue distinto. Como las demás,
vino a contarme su pecado: Resulta que tenia la costumbre de copiar las tareas
de sus compañeras y esto la estaba haciendo sentir culpable. Giovana no era
ingenua, más bien no parecía realmente arrepentida, aunque aun la preocupaba
salvar su lugar en el paraíso. Si las
personas que suben son las mismas que habitan esta podredumbre llamada tierra,
ahora deben estar pisoteándose entre si para conseguir la mejor nube. Ah Giovana,
ser celestial, sé que te las habrás arreglado por ahí arriba.
Después de tomarle la confesión, decidí
llevarla al calabozo. El calabozo era el único lugar donde podía ser yo mismo.
En ese momento sentí una atmosfera densa y oscura cayendo sobre el convento.
Reflejado contra el vitral vi a un ángel negro que me sonreía sarcásticamente.
Era igual a los ángeles barrocos, pero parecía chamuscado, sucio, carcomido por
el tiempo, y en el lugar de una abundante cabellera rizada, brillaba el fuego
fatuo del más profundo infierno. Estremecí y luego di de hombros. No entendí
que quería decir la sonrisa agujereada
de ese raro ser.
Bajamos Giovana y yo. Esta no parecía
temer, pues claro, no había visto al ángel. Ordené que se quitara la ropa y
diferente de las pudorosas chicas, obedeció sin poner cara de asombro.
Asombrado quedé yo, pero seguí con lo mio. Tras quince minutos de vigorosas
azotadas en su trasero, yo estaba visiblemente cansado y ella no demostraba ni
media mueca de dolor. No se si ya era parte de mi confusión mental el hecho de haber
escuchado una risita infantil mientras le pegaba. Cuando yo cesaba, la risita
no se oía más. Enfurecido por aun no haber disfrutado de su sufrimiento, me
esmeré cada vez más. Quemé cada parte sensible de su albo cuerpo con las velas
del candelabro Divino, y nada. Le pellizqué los pezones con broches de acero, y
nada. Encendí sus mejillas con violentas cachetadas, y nada. Hundí mi miembro en
cada rincón profanable, y nada. La humillé con lo más sucio de mi repertorio, y
nada. La inmovilicé hasta cortar su circulación sanguínea por largas horas. Adivina…
Nada, nada y nada, ¡todos mis esfuerzos eran en vano! Decidí por ahorcarla
hasta que pierda la consciencia, pero en el momento en que empecé a presionarle
el cogote fui yo el que se desmayó, o algo así. Mi última imagen es de su
rostro bastante morado contrastando con la lacia cabellera rubia. Un rostro que
sonreía y no tenía nada de inmaculado. Más bien me hizo acordar a la sonrisa
del ángel.
A la
mañana siguiente no la vi por los pasillos de Saint Isidore, ni al otro día, ni
en los que siguieron. Nunca se supo sobre su paradero. Ningún cuerpo apareció, eso
que busqué en los rincones más secretos de este convento. Las monjas dijeron a
sus padres que Giovana se había escapado y estos les creyeron. Yo no, porque soy el único guardián de la
clave que abre la puerta del calabozo.
Fue después de tal ocurrido que serené mi
ansia de castigar. Ya no me sentía tan cruel. Parece que siempre es posible
encontrar alguien peor que uno mismo. Y
ahora me basta con leer Sade a escondidas.
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