martes, 23 de octubre de 2012

In nomine Patris




Estimado lector:

    Ruego que no te ofendas con lo que encontrarás mas adelante. Si buscas el perfume y la suavidad de un campo de lavandas, te sugiero que pases a otro cuento. Pero si tu corazón gangrenado como el mio también pulsa sangre venenosa, quizás nos entendamos.
    Soy un hijo de Dios, como vos. No sólo hijo, sino que también soy instrumento del Todopoderoso. Mi nombre no importa, porque todos suelen llamarme Padre. Mi misión terrenal es regar las semillas de la discordia, del exceso, de la venganza, del odio, de la carne y la lujuria, todas plantadas con mucho cuidado y esmero por la mano divina. Si es que somos imagen y semejanza del Barbudo, entonces mira hacia tu alrededor. ¿Ves bondad? ¿Misericordia? ¿Justicia? ¿Acaso no gozas con la tragedia ajena? Estoy seguro de que en un accidente automovilístico lo primero que haces es sacar la cabeza por la ventanilla con la esperanza de encontrar alguna expresión del sufrimiento ajeno. "¡Que terrible! ¡Que Dios lo tenga!", decís, pero algo te impide de apartar los ojos de las vísceras de tu semejante, mientras una mujer llora sobre el agonizante fruto de su vientre. Porque sos como Él.
   Todos me ven como el bondadoso cura del convento de Saint Isidore. No te creas que queda en Paris, te hablo desde el centro de Buenos Aires.  Acá, la gente de plata deja a sus hijas olvidadas para que no les den trabajo. A muchas nos las enviaron como un castigo por su mal comportamiento. Particularmente me apetecía mucho administrar la cuestión de los castigos. Hoy en dia llevo muchos años sin molestar ninguna aspirante a monja, es que ya no tengo el vigor de otros tiempo y nunca pude olvidar el recuerdo de esa noche.
    Solo quien comparte mi profesión sabrá cuan grande es el deleite de escuchar la confesión de una virgen inocente. Y las ganas de aprovecharse de tal inocencia. No me juzgues, en algún momento de tu vida también bailaste sobre la ingenuidad de otro. Las chiquilinas siempre muy obedientes solían hacer todo lo que yo les ordenaba a fin de conseguir el perdón del Señor. Y la cosa es que mis órdenes no consistían precisamente en rezar. Bueno, obviamente que lo que te estoy contando no lo sabe casi nadie y te advierto que no lo comentes, porque te tomarían por loco.
    Pero con Giovana fue distinto. Como las demás, vino a contarme su pecado: Resulta que tenia la costumbre de copiar las tareas de sus compañeras y esto la estaba haciendo sentir culpable. Giovana no era ingenua, más bien no parecía realmente arrepentida, aunque aun la preocupaba salvar su lugar en el paraíso.  Si las personas que suben son las mismas que habitan esta podredumbre llamada tierra, ahora deben estar pisoteándose entre si para conseguir la mejor nube. Ah Giovana, ser celestial, sé que te las habrás arreglado por ahí arriba.
    Después de tomarle la confesión, decidí llevarla al calabozo. El calabozo era el único lugar donde podía ser yo mismo. En ese momento sentí una atmosfera densa y oscura cayendo sobre el convento. Reflejado contra el vitral vi a un ángel negro que me sonreía sarcásticamente. Era igual a los ángeles barrocos, pero parecía chamuscado, sucio, carcomido por el tiempo, y en el lugar de una abundante cabellera rizada, brillaba el fuego fatuo del más profundo infierno. Estremecí y luego di de hombros. No entendí que quería decir la sonrisa agujereada  de ese raro ser.
    Bajamos Giovana y yo. Esta no parecía temer, pues claro, no había visto al ángel. Ordené que se quitara la ropa y diferente de las pudorosas chicas, obedeció sin poner cara de asombro. Asombrado quedé yo, pero seguí con lo mio. Tras quince minutos de vigorosas azotadas en su trasero, yo estaba visiblemente cansado y ella no demostraba ni media mueca de dolor. No se si ya era parte de mi confusión mental el hecho de haber escuchado una risita infantil mientras le pegaba. Cuando yo cesaba, la risita no se oía más. Enfurecido por aun no haber disfrutado de su sufrimiento, me esmeré cada vez más. Quemé cada parte sensible de su albo cuerpo con las velas del candelabro Divino, y nada. Le pellizqué los pezones con broches de acero, y nada. Encendí sus mejillas con violentas cachetadas, y nada. Hundí mi miembro en cada rincón profanable, y nada. La humillé con lo más sucio de mi repertorio, y nada. La inmovilicé hasta cortar su circulación sanguínea por largas horas. Adivina… Nada, nada y nada, ¡todos mis esfuerzos eran en vano! Decidí por ahorcarla hasta que pierda la consciencia, pero en el momento en que empecé a presionarle el cogote fui yo el que se desmayó, o algo así. Mi última imagen es de su rostro bastante morado contrastando con la lacia cabellera rubia. Un rostro que sonreía y no tenía nada de inmaculado. Más bien me hizo acordar a la sonrisa del ángel.
     A la mañana siguiente no la vi por los pasillos de Saint Isidore, ni al otro día, ni en los que siguieron. Nunca se supo sobre su paradero. Ningún cuerpo apareció, eso que busqué en los rincones más secretos de este convento. Las monjas dijeron a sus padres que Giovana se había escapado y estos les creyeron.  Yo no, porque soy el único guardián de la clave que abre la puerta del calabozo.
    Fue después de tal ocurrido que serené mi ansia de castigar. Ya no me sentía tan cruel. Parece que siempre es posible encontrar alguien peor que uno mismo.  Y ahora me basta con leer Sade a escondidas.







No hay comentarios:

Publicar un comentario